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Mil maneras de decir adiós

By septiembre 12, 2014diciembre 7th, 2015General

Artículo publicado en la revista Allegro (Unión Musical Santa Cecilia de Caudete, 2013).

Rondan las dos de la madrugada. En ese momento llegamos a la habitación del hotel y comenzamos a empacar las maletas. En realidad solo quedan un par de horas para que salga el tren y no queremos correr el riesgo de quedarnos dormidos. Somos previsores y, armados con nuestros móviles, fijamos alrededor de ciento veinte alarmas con escasos segundos de diferencia entre una y otra. —Así nos levantamos fijo —exclama él con tono infalible. Yo estoy demasiado cansado como para hablar así que asiento alzando el pulgar y esbozo media sonrisa poco creíble. Cualquier medida es poca para evitar el desastre que supondría no despertarnos. Hoy es un día especial: volvemos a casa.

Aún recelosos de la fiabilidad de nuestro plan, dejamos los teléfonos en una estantería justo al otro lado de la habitación, fuera del alcance de cualquier mano poseída que pueda directamente pulverizar el móvil contra la pared a primera hora de la mañana. —Eso nos obligará a levantarnos de la cama —prosigue. Aunque ninguno de los dos somos capaces de creer en nuestras propias palabras, la idea de reencontrarnos con los seres queridos nos mantiene optimistas. Será todo un poco precipitado… puede ser, pero parafraseando a mi querida yaya: «nunca es tarde si la dicha es buena». Y qué razón tiene. De pronto y sin mediar palabra, mi compañero de habitación sale «escopetado» para el aseo y cierra con cerrojo. Presiento que no podré utilizar el lavabo en los próximos veinte minutos. En fin, volviendo al tema anterior, no hacemos tanto énfasis en el tema del despertador porque disfrutemos con ello. Es más, si lo hacemos es porque hemos experimentado en nuestras propias carnes los estragos que la modorra puede desencadenar en estos casos. Con todo, hay que ser conscientes de que los síntomas modorrianos empeoran si el sueño es precedido por vino, adioses y viceversa. Y por suerte o por desgracia, hoy se da el caso.

Solo hace unas horas dimos por concluido el último concierto en el auditorio Philharmonie de Colonia (Alemania), bajo la batuta de Matthias Pincher. El concierto final siempre tiene algo especial que resulta difícil de explicar. Tras pasar casi un mes trabajando con el resto de músicos, viviendo tantas experiencias y compartiendo preocupaciones e ilusiones cuesta decir adiós, pues si existe un ambiente donde puedan confluir todos los factores necesarios para que se genere aquello que llaman convivencia, ese espacio es la orquesta. Así que de alguna manera el último concierto constituye en sí mismo una oportunidad única para despedirse de verdaderos amigos haciendo lo que más nos gusta: música. En algunos casos esta última puesta en escena sirve incluso como una suerte de redención, donde cualquier posible aspereza o diferencia con un compañero desaparece, donde el enfrentamiento muta en trabajo en equipo y el beneficio individual es eclipsado por un objetivo común.

El caso es, que tal ha sido el éxito del concierto que al pobre de Dominik (manager artístico de la orquesta) no se le ha ocurrido otra cosa que invitarnos a todos a cenar. A priori sonaba más que bien, pero teniendo en cuenta el estado de euforia del personal (más de ciento veinte «morlacos») tras el concierto, la existencia ilimitada de mosto de uva fermentado y zumo de cebada, y que tenemos que coger un tren a las cuatro y media de la madrugada, el panorama de la noche auguraba más de un percal. Sin embargo, evaluando de cerca nuestro trabajo durante el último mes creo que nos lo hemos merecido. La Orquesta Académica del Festival de Lucerna es una de las orquestas donde más duro he trabajado en mi vida. Hay días en los que la jornada puede llegar a acumular más de diez horas de ensayos y en ocasiones puede ser realmente agotador. Pero pese a todo, echando la vista atrás y haciendo un balance general, el saldo es altamente satisfactorio. Ser dirigido a la vez por Simon Rattle o Pièrre Boulez (para el que no esté familiarizado, el Messi y Cristiano Ronaldo de la dirección orquestal mundial) es una de esas cosas que pasan una vez en la vida y por ello me siento enormemente agradecido y en deuda con la orquesta por haber confiado en mí.
Todo ha sido perfecto y hoy no iba a ser menos. Dominik ha cumplido su palabra y nos ha convidado a una comilona de aúpa en el hotel. Y claro… de todos es sabido que comer y beber son cosas que hay que hacer, y aunque con los años los modales se refinan, sería una grosería rechazar tal agasajo. Así que junto con mi compañero de habitación (que también tiene buen saque) hemos hecho honor a las tradiciones de nuestra zona y, evitando cualquier «topicazo», nos hemos cebado hasta reventar… ¡que es gratis! Con el estómago lleno, un ambiente impregnado de entusiasmo y nuestro amigo Mike (originario de Texas) subido en una silla intentando recitar las pocas palabras que le habíamos enseñado en castellano (nada bueno…), se nos había olvidado algo: que el primer adiós ya estaba ahí. A veces en la vida del músico impera esa arma de doble filo, que te enseña a socializar rápidamente pero al mismo tiempo te fuerza a saber marchar. Aun así, estas habilidades no son suficientes para aprender a acostumbrarse. Parece que justo cuando empiezas a estar a gusto en un sitio, cuando has asimilado que esa es tu nueva vida, te tienes que marchar. Como los hijos de esa familia que se ven obligados a mudarse a otra ciudad y tienen que decir adiós a sus amigos de toda la vida. Pues del mismo modo ocurre en la vida del músico. Pero la diferencia reside en que, aunque el músico sabe que la convivencia se termina antes o después, no lo vemos venir hasta que la separación se posa delante de nuestras narices. O como Sabina diría en una de sus canciones: «porque todos los finales son el mismo repetido, y con tanto ruido, no escucharon el final». Hoy a pesar de todo la despedida ha sido más emotiva que amarga, mas curiosamente de la emoción subyace la melancolía del que está de cuerpo presente pero ya no en pensamiento. Todos estaban ahí: Sebastiano, Benôit, Christopher, Sam, Scott, Javi y muchos más. Nos hemos despedido con la esperanza vernos de nuevo y el deseo de lo mejor para el futuro.

Por fin consigo cerrar la maleta. Mientras ando aún inmerso entre pensamientos sobre la última cena, el compi de habitación por fin sale del aseo, se le ve aliviado. En los momentos de intimidad ahí dentro se le ha ocurrido la idea perfecta para no quedarnos dormidos: no dormirse. Súper mega estupefacto con la extrema lucidez de mi amigo, le pregunto que qué vamos a hacer en lugar de sobar. Él me sugiere que veamos la película Jobs, film que recoge los mejores momentos de la vida del susodicho Steve Jobs. Pues si algo se me ha olvidado mencionar es que mi preciado compañero cuarto, aparte de ser un genio de la trompa, forma parte de ese escuadrón de «Mac-seguidores» de Steve y todo lo relacionado con su vida y obra. El aprobado raspadillo de 5’2 que la página Filmaffinity me ofrece no es muy halagüeño, pero es que lo veo tan feliz… se nota que ha visto la película varias veces y cree ingenuamente que si yo la veo voy a tirar mi mísero Samsung a la basura. Sea como fuere, al final acepto sin rechistar. La película comienza y el tiempo se para. El siguiente recuerdo es desconcertante: la película ha terminado, el compañero está durmiendo y del pasillo se oyen unos porrazos que parece que se va a caer la puerta (como si los del servicio de cenas hubieran descubierto que las gambas que sobraron estaban en nuestra habitación, ¡tendría delito!). Pero qué va, nada más lejos de la realidad… ¡nos hemos dormido! Maldito Steve Jobs… ¡ya podrías crear un Mac-despertador! Con el rabo entre las piernas llegamos a coger el taxi que nos lleva a la estación central (yo me había acostado ya con la ropa puesta, eso nos ahorra algunos segundos). Milagrosamente, el tren se ha retrasado, así que podemos cogerlo y respirar. —O la Virgen de Gracia ha tenido algo que ver con esto o tenemos una potra que no podemos con ella —pienso para mí. Tal ha sido el susto, que no consigo conciliar el sueño en todo el trayecto hasta la llegada al aeropuerto de Frankfurt. Con esta nueva parada los destinos de mi «ya» antiguo compañero de cuarto y yo se separan. Sé que lo veré pronto, al fin y al cabo Benejama (o Beneixama según se mire) está al torcer la esquina. Siempre que coincido con él me lo paso genial la verdad, y aunque no me compraré el Apple Watch, lo echaré de menos. Cuando ya creo que me he despedido de todos aparece de nuevo Mike, el americano, que me dedica un —ahí te apañes. Me emociono porque por fin es capaz de pronunciarlo bien (aunque con tonillo a lo George Bush). Con suerte la próxima vez le enseñaré a cantar la Flor del Carmelo y si hay suerte lo vestiremos de ángel también («qué mala folla tenemos», que diría mi antiguo maestro Don Francisco Díaz). Envuelto en un compuesto de nerviosismo y euforia embarco: el avión despega.

Exactamente a las doce y pico llega el vuelo tal como era de esperar al aeropuerto de Valencia. Trayecto sin contratiempos, más allá de unos pequeños codazos que me ha dado el hombre mayor que estaba sentado a mi lado, ¿es que ya no se puede ni roncar en un avión? No me creo que esté ya en España… ¡por fin! Mi padre me espera en la salida. Apresurado se ofrece a cogerme las maletas, siempre tan servicial. Normalmente cuando llego de viajes así estoy muerto de cansancio, pero en esta ocasión he hecho un esfuerzo por espabilarme y poder contarle a mi padre todos los detalles del viaje (omito el detalle de las gambas). Él también ha intentado ponerme al día acerca de las nuevas noticias del pueblo, entre las que se incluyen que «el ébola finalmente no ha llegado al pueblo» y «sus nuevos proyectos de medias maratones con su compañero de trinchera y muy honorable señor Ortega van viento en popa». Con tanta palabrería por ambos bandos llegamos al destino sin darnos cuenta. Dicen que con los años, la gente que vive fuera del hogar tiende a hacer dos cosas: o bien idealizar el lugar del que provienen, o bien evitar cualquier cosa que le recuerde a él. No sé en cuál de los dos se me catalogaría, pero reproduciendo las palabras de un Abenzoar de la zona: «¡mi bien y dicha están en Caudete!». Vamos… que como en Caudete en ningún sitio.

Rondan las dos del mediodía. Aparcamos el coche y pasamos el umbral de nuestra humilde morada. Mi madre me recibe con palmas y pataleos, yo le correspondo levantándola en brazos y zarandeándola por los aires. Entre gritos de «¡para, para!» y risas que no puede controlar, la coloco en la posición inicial. Sé que no le gusta que haga eso, pero una vez de tanto en cuando me lo permite. Pregunto dónde están mis hermanos. —Durmiendo aún —responde ella. Después de unos segundos de perplejidad caigo en la cuenta. ¡Se me había olvidado que es 10 de septiembre! En ese caso los compadezco, de todos es sabido que aguantar al pie del cañón todas las fiestas constituye una hazaña épica, donde muchos son llamados pero pocos los escogidos. Sé que llegar el último día de fiestas es como mojar pan en una sartén después de que todos se hayan comido hasta el último trozo de gachamiga. Cualquiera en mi caso diría que está «tó el pescao vendío», pero si algo sabe mi madre es que repelo los platos como nadie.

Mientras mis padres van preparando todo para la comida familiar, yo me dirijo a casa de mi novia. En el pequeño trayecto que nos separa, se me pasa por la cabeza que hoy hace alrededor de año y medio que por distintas razones hemos tenido que estar a distancia la mayor parte del tiempo. Aunque sé que es algo necesario para ambos y que ahora es el momento óptimo para formarnos, la verdad es que se me hace cada vez más duro. Si ser pareja de un camionero antaño era duro, serlo de un músico transeúnte imagínate. ¡Menuda mili! Fuera de bromas, solo tengo palabras de agradecimiento para ella por entenderme tal y como soy (que Dios sabe no es poco). Con eso estoy más que satisfecho, no pido nada más. Por eso y otras razones, cada vez que la veo para mí es un auténtico regalo. Además, ya estoy de vuelta así que no hay ninguna razón para estar tristes. Toco al timbre. Su madre abre la puerta. —Hombre Ricardo, ¿ya estás de vuelta? —pregunta irónicamente antes de darme un abrazo. —Después de un mes creo que ya era hora, María —respondo mientras sonrío. De pronto, como el traqueteo de mi madre cuando me ha visto hace unos minutos, comienzo a escuchar pisadas en crescendo. Me empiezo a poner nervioso. Baja las escaleras corriendo y se abalanza sobre mí sin compasión… y nos fundimos en un abrazo. En estos momentos sobran las palabras. —¡Ihéja, Ihéja! —se oye del piso de arriba. Una suerte de llamada campestre de su padre solicitando que corra el aire. No resulta efecto.

Sin mediar palabra salimos pitando para mi casa, todo debe estar preparado. Al llegar, todos están ahí: mi hermano Fran, lo veo radiante a pesar de la resaca de fiestas; Juan Antonio, hecho un hombre ya y con orgullo para mí fijo en las filas de los Berberechos; y mi pequeña Irene, cómo ha crecido… ¡y este año ya la recoge la Banda! Todos, están todos. Mi abuelo preside la mesa y mis queridos yayos están ahí. Empieza la comida y entre conversaciones, risas y anecdotario personal, me doy cuenta de que nada ha cambiado. Si tuviera que elegir un momento de mi vida con el que quedarme, la anatomía de ese instante sería el idóneo. El tiempo se para y suspiro… hogar, dulce hogar.

Con la compañía de mi novia, el resto de la tarde no lo hemos querido exprimir sino haciendo lo que cualquier caudetano o caudetana hace un 10 de septiembre: seguir la fiesta. Hemos dado una vuelta por los puestos de la feria, comido patatas de la guarra, bebido un par de cubatas con los amigos en la guarida, ver a la Banda Unión Santa Cecilia de Caudete acompañar a la Virgen, estar con la familia… Se podría decir incluso que hemos sido felices. Y es que el hecho de vivir fuera permite que lo que se pudiera considerar «corriente» u «ordinario» se eleve a la categoría de especial. Y eso es lo que ha sido para mí: único. Alrededor de las diez de la noche hacemos un pequeño parón antes de ir a correr la traca y poder descansar un poco. Estamos en mi casa sentados en el sofá del comedor. Voy a la cocina a por la cena para los dos pero cuando vuelvo al salón algo raro pasa. Mi novia está llorando. Intento averiguar que le pasa pero no logro comprender. Todo estaba siendo perfecto, ¿qué he hecho? Es entonces cuando la realidad llama a la puerta, y la razón me recuerda que esta misma noche cojo un vuelo rumbo a Nueva York. Me siento culpable, sus lágrimas me han roto el corazón.

Para explicar esto, necesito un pequeño inciso. Hace alrededor de un año estaba teniendo una conversación muy seria con mi padre. Estaba relacionada con mi futuro. Yo intentaba explicarle que necesitaba hacer carrera fuera, que en el extranjero encontraría las oportunidades que aquí no encontraba, que necesitaba un lugar donde poder desarrollar todo mi potencial. Él por su parte defendía la postura de que si me iba, podría perder todo lo que había conseguido aquí. Además, estudiar fuera suponía un esfuerzo que, teniendo en consideración a mis hermanos, no nos podíamos permitir. Con impotencia, opté por la resignación. Sin embargo, la vida me dio una oportunidad a través de una llamada. Joseph Alessi, trombón principal de la Orquesta Filarmónica de Nueva York, se puso contacto conmigo para ofrecerme la posibilidad de estudiar un Máster en la prestigiosa escuela de The Juilliard School de Nueva York. No se cómo ni cuándo, habían llegado a sus manos algunos videos míos que hacía tiempo había colgado inocentemente en internet y, al parecer, le gustaron y decidió contactar conmigo. Ante tal ofrecimiento no se me habría ocurrido decir que no. Sabía que era una oportunidad única para descubrirme a mí mismo hasta donde puedo llegar y realmente qué quiero hacer. Sin embargo no conté, hasta este mismo instante que estoy viendo ahora mismo, con que tal decisión iba a costar una despedida más.

Volviendo al momento presente, consigo que la situación se calme y que las lágrimas cesen. —¡Aún estamos de fiesta mientras no se diga lo contrario! —digo. Y con la pizza inacabada, nos vamos a correr la traca. Antes de hacerlo, vamos de nuevo a mi guarida pero esta vez para despedirme de toda la tropa kaboonera: Juanjo, Ponce, Oscar, Seko, Raúl, Chino, Juan Antonio, Dani, Yasso, Abraham, el chiquillo, Martín, Arturo… ¡ah! Y como no, mi amigo de batallas y primo del alma, Don Rafael Pérez. Con la excusa nos «hacemos» otro cubata (—espero que no hagan controles en el aeropuerto —pienso). Mis amigos finalmente me despiden con frases del tipo —lleva cuidado con las hamburguesas— o —si ves algún famoso manda una foto—; otros son más explícitos: —¡Ricardo cabróooooon!. Finalmente corremos la traca y hacemos buen tiempo (aunque empezamos a mitad del recorrido). Volvemos a casa y el coche ya está en marcha, listo para partir. El autobús sale en aproximadamente cuarenta minutos. De manera precipitada, echo un vistazo a mis cosas comprobando que no falte nada. Me despido de mis hermanos y parto rumbo a la estación de Almansa.

Poco después de medianoche, me encuentro dejando mi casa, un pueblo en fiestas y tras solo haber estado unas cuantas horas en ella. Mis padres van en los asientos delanteros, y yo voy detrás con mi novia. El silencio se torna incómodo y el estado de ánimo agridulce se palpa en el ambiente. De forma repentina y sin poder controlarme dejo de reprimir mis lágrimas. Son lágrimas silenciosas pero cargadas de rabia. Ella llora conmigo. No sé por qué me siento así, ¡voy a ir a Nueva York! Debería estar feliz… pero es que es tan difícil volver a irse… Alguien dijo que madurar es aprender a despedirse, que crecer es acostumbrarse a decir adiós. Si eso es así yo no quiero crecer, me niego. También me siento culpable: —si no me fuera todo sería más fácil —pienso para mí. La culpabilidad se torna en ira e intento buscar un causante de esta situación. Maldigo a todos aquellos que han hecho de España un lugar en el que para buscar oportunidades uno tenga que coger las maletas y despegarse de lo que más quiere. Me siento exiliado. Pero me prometo a mí mismo, que cuanto más lejos me hagan marchar más fuerte será el lazo que me una a mi casa y a todos lo que aprecio de verdad. Agarro la mano de mi novia con fuerza y sonrío. Me seco las lágrimas e inspiro profundamente […]. Cuando Juan el Médico puso un trombón en mis manos a la edad de cinco años no sabía que la cosa iba a llegar tan lejos. Recuerdo ahora el día que entré en la banda, el día que junto con Juanjo y Alejandro tocamos el mítico Trombones Bravos, el día que Caudete Brass saltó al estrellato, el caso Aviñón, la cervecita después de los ensayos, los amoríos, a Jorge llorando después del Certamen de Murcia… Recuerdos que han existido y existen solo porque persona puso un instrumento en mis manos. Y entonces, y sólo entonces consigo encontrar el sentido a lo que está ocurriendo. Si hay algo bello en esta vida es poder hacer lo que a uno ama. Y si eso que amas es la música, puedes considerarte afortunado. Quedarme sería abandonar. Sería darle la razón a aquellos que dicen que no se puede, que no merece la pena. No tengo miedo a fracasar, pero si a la frustración. Pues espero que, en un futuro, si de algo pueda estar orgulloso es de haberlo intentado hasta el final. Quizá no alcance mi sueño, pero al menos habré intentado. Cargado de energía, y con la promesa de volver llegamos a la estación. Bajamos del coche, el autobús ya ha llegado. Beso a mi novia durante diez eternos segundos y le prometo que volveré antes de que se dé cuenta. Doy un abrazo a mis padres y les digo que les quiero. Subo al autobús y se cierra la puerta tras de mí.

Rondan las dos de la mañana. El autobús parte rumbo a Madrid. La silueta de mis padres y Nuria desaparecen en la lejanía mientras dicen adiós. Cierro los ojos e intento dormir un poco. El resto es historia.

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